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Mamá, reza un rosario por mí, soy un adolescente.


Por América Ruíz*


Abuela ¿Por qué te gusta contar esta historia? Porque mi mamá, siempre rezaba el rosario por todos nosotros, sus hijos. Decía que era una historia muy bonita, que se podía contar cuando tienes hijos adolescentes, como tú mi niña.


El toc toc de la puerta la sacó de sus pensamientos, fue a abrir, era Laura, la vecina que llegaba con un una pequeña caja de madera que le resultaba muy familiar, desde hacia un tiempo Amelia recibía periódicamente a la Morenita, como le llamaban cariñosamente a la imagen de la Virgen de Guadalupe Peregrina, resguardada cuidadosamente en esa caja. No había un día fijo para recibirla, duraba tres días en casa, tres días se le rezaba el rosario en casa y se iba. La imagen de la Virgen Peregrina estaba el día y momento exactos, cuando más se necesitaba.

La devoción de rezar el rosario, Amelia la había iniciado hacía más de 12 años, lo recordaba bien, todo había iniciado la tarde de un viernes de un mes de mayo; el calor y el cansancio la agobiaban. Le estaba dando la última revisión al trabajo que presentaría el siguiente lunes, en la ciudad de México. Esa tarde, estaba en la oficina casi vacía, todo era silencio, de pronto la puerta se abrió y la voz de su jefe la sorprendió un poco. –ya váyase a descansar, no se preocupe todo saldrá bien-. Ella sabía del compromiso tan grande que llevaba. La encomienda era presentar una propuesta para mejorar la atención preventiva en los consultorios de la institución donde trabajaba.

Ese trabajo, elaborado de manera conjunta con varios profesionales, había llamado mucho la atención de las autoridades nacionales, ella lo presentaría a nombre de la Delegación Zacatecas. Amelia tenía mucha confianza en que la propuesta tuviera el eco necesario para ser elegida e implementada en todo el país. El documento reflejaba mucho de su empeño y la experiencia de sus 18 años como profesional de la salud. Le dio un último vistazo a la pantalla, guardó los cambios realizados y apagó la máquina. Sorbió el agua que aún quedaba en el vaso y dibujó una sonrisa de satisfacción. El trabajo estaba concluido.

Su jefe la despidió y le deseo mucha suerte, –le va a ir muy bien, repitió- ya lo creo, respondió ella. Eran las 7 de la tarde cuando dejó la oficina, antes de ponerse al volante, llamó a su esposo para decirle que ya iba rumbo a la casa, ¿Alguna novedad? Él le respondió que todo estaba bien, solo que Ernesto, su hijo, se había ido con unos amigos saliendo de la escuela y aún no regresaba. Esa mañana apenas lo había visto, salieron juntos, él al colegio y ella a su trabajo.

En ese tiempo, Ernesto era un adolescente. Contaba con 16 años de edad, era un estudiante de bachillerato que amaba la música, alto, bien parecido, de abundante y larga cabellera, tez blanca, ojos grandes, inquieto, rebelde. Como todo adolescente, todo le adolecía. No había crecido con su padre biológico, al cual no conoció, la relación con su mamá no era muy buena desde que ella había ascendido en el trabajo y había tomado la decisión de unirse en pareja con Roberto, quien venía de una separación. Ernesto, tenía la sensación de haber sido desplazado abruptamente, no solo por la presencia de los hijos de Roberto, a quienes cotidianamente llevaba a casa, sino cuando siendo niño, había llegado Luis su pequeño hermano –hijo de Roberto y Amelia-. Lejos estaban los días en que solo compartía el tiempo y espacio con su madre. A todos ellos, según su percepción, se les prodigaba toda la atención del mundo, él por su parte, se sentía herido y su seguridad y autoestima las sentía vulneradas. Eso lo volvió un muchacho taciturno, irascible y poco tolerante. Amelia vivía con una constante preocupación y sentimientos de culpa, ella hacía lo poco o mucho que podía, para educarlo, apoyarlo y protegerlo.

Cercano a la media noche de ese viernes, Ernesto se comunicó para decir que se iba a quedar en la casa de Edmundo, su amigo entrañable y que llegaría para la mañana del día siguiente. Así eran las cosas, él decidía que hacer sin consultar y sin que se lo impidieran.

Amelia asintió con cierta preocupación pero un rato después, el cansancio la invadió y se durmió profundamente.

Amelia dedicó el sábado, para hacer las compras de víveres de la semana, dejar limpia la casa, ordenar la ropa, uniformes y a preparar la maleta del viaje. Tardaría varios días fuera de la ciudad. Ernesto no se había reportado y eso le inquietaba. Marcó a la casa de su amigo pero no le contestaron. No era la primera vez que él se tomaba unas horas de más con ellos, con o sin permiso siempre tenía una justificación y generalmente ella terminaba por creerle y cedía en sus deseos.

Para la tarde de ese día, a través del teléfono de la casa de su amigo Edmundo, intentó nuevamente comunicarse con él y lo logró, le ordenó que regresara a la casa y por respuesta él le contestó que se iban a ir a una lunada, un campamento en una cañada cerca de la ciudad, que iban todos sus amigos; los nombró uno a uno y le dijo que regresaría al día siguiente, que todo lo habían planeado muy bien y que iban a estar bien. No alcanzó a decir más nada y colgó el teléfono. Ernesto no contaba con un celular al cual ella se pudiera contactar, siempre era él, quien se reportaba a la casa, eso limitaba mucho su comunicación. Cerró los ojos y frunció la boca con fuerza en señal de preocupación y un sentimiento de impotencia y frustración la invadió.

El domingo Amelia lo dedicaba a su mamá, era el único día en que podía hacerlo, sus hermanos la cuidaban durante la semana. Doña María, era diabética con complicaciones renales. Amelia, Luis y Roberto iban a hacerle compañía, a apoyar el aseo de su casa, a hacerle de comer, a hacer las compras que necesitara y a revisarle su tratamiento médico. Era algo que compartían con mucha dedicación y cariño. Su esposo preparaba platillos ricos y saludables para doña María, mientras Amelia atendía el resto de las actividades. Su mamá disfrutaba de esos momentos y detalles. Ahora estaba especialmente contenta cuando Amelia le comentó de la presentación del trabajo en la Ciudad de México, doña María sentía esos logros como suyos, su lema era “los fracasos de los hijos, son los fracasos de los padres, pero, los logros de los hijos, son los logros de los padres”. Ella, a pesar de su enfermedad, sentía que en ese momento tenía muchos logros. Doña María bien conocedora de sus hijos, se dio cuenta que algo pasaba y preguntó ¿sucede algo? Amelia respondió, otra vez es Ernesto. Con una mirada comprensiva doña María le dijo ¿ya oraste por él? ¿Rezaste el rosario a la Virgen? Yo lo sigo rezando por todos ustedes, mis hijos. Amelia no supo que contestar.

Ese domingo se despidieron por la tarde y luego la familia se dirigió a la iglesia mas cercana, para que Amelia acudiera a la misa dominical. Roberto y Luis decidieron ir a comprar un helado y pasar a ver a los hijos de él. Ella escuchó la celebración con tristeza y nostalgia. Amelia se había retirado por muchos tiempo de la iglesia, solo un acontecimiento doloroso le hizo volver los ojos a Dios con un legítimo arrepentimiento; desde entonces asistía puntualmente cada domingo a escuchar la palabra del Señor, lo hacía siempre sola. Y ahí estaba Amelia agradeciendo a Dios por su familia y la de sus hermanos, por el trabajo que tantas satisfacciones le había dado, y por la salud y bienestar de su mamá. Pidió por todos los hijos; los 3 de su esposo, por Ernesto, y por Luis el mas pequeño. Por un breve instante se detuvo a ver a los ojos de la imagen que estaba frente a ella, Cristo Rey, con voz baja dijo “esta tarde en especial te pido por Ernesto”. Reconfortada se fue a la casa para tomar un descanso y prepararse para su salida. Seguía preocupada por su hijo, no sabía nada de él y eso le inquietaba mucho.

A las 8 de la noche Ernesto se reportó, dijo que venía en camino de regreso a casa. Ella tenía la esperanza de verlo antes de salir a la Ciudad de México, el autobús saldría a las 12 de la noche, Amelia tenía que salir de casa por lo menos a las 11:30. El lugar desde donde se reportaba no estaba lejos, seguro llegaría pronto.

Cercano a las 9, cenaron algo ligero, su esposo y ella hicieron algunas bromas y juntos revisaron la tarea de Luis, más tarde tomó un baño, se relajó un poco, pero Ernesto no llegaba. La tristeza y preocupación la empezaron a invadir, sus pensamientos se agolpaban, mil interrogantes rondaban en su cabeza.

Continuamente se había cuestionado si ella era una buena madre, o si había sido una buena decisión tener una relación de pareja. ¿Le faltaba cariño a su hijo o solo era cuestión de la adolescencia? ¿Era bueno dejarle tanta libertad a Ernesto? ¿Era bueno acudir a México cuando no había visto a su hijo durante tres días? Todo ello lo reflexionaba mientras los minutos pasaban, para entonces su rostro se mostraba desencajado; la mirada alerta y las mandíbulas tensas.

Con un beso y un tierno abrazo se despidió del pequeño Luis, quien a sus 10 años, también estaba inquieto, entendía la situación por la que pasaba su mamá.

Su esposo notó su estado y la abrazó, no te preocupes dijo, Ernesto llegara de un momento a otro, pero no fue así, dieron las 11 de la noche y él no llegaba, lo único que le consolaba era saber que las malas noticias vuelan. Ella estaba al pendiente de cualquier llamada.

El reloj marcó las 11:30 de la noche, Roberto subió la maleta al auto, le tomo el brazo con delicadeza y le dijo “ten confianza, yo voy a estar al pendiente”. Le aseguró que se haría cargo de cualquier situación. Ella estaba en crisis, pensó que algo no estaba bien. Un minuto más tarde entró una llamada, era del Jefe de Servicios que le daba una serie de recomendaciones para que hiciera su mejor papel, le recordó que llevaba una responsabilidad muy grande y que confiaban mucho en ella, que no olvidara que tenía que estar puntual a las 9 de la mañana del siguiente día. El autobús tardaba más de 7 horas en llegar de Zacatecas a la Ciudad de México. Ella atinaba a decir, si no se preocupe, todo esta en orden y será muy bien presentado. Subieron al auto y se enfilaron a la central de autobuses, la ciudad ya había apagado sus luces, los habitantes dormían. Durante todo el camino, sumidos en sus propios pensamientos, ninguno de los dos habló.

Amelia descendió del vehículo como autómata, eran las 11:55 de la noche. Se despidió cariñosamente de su esposo diciéndole con ojos llorosos: “te encargo a mi hijo”. No tenía ganas de viajar, quería gritar, regresar a su casa, esperar a su hijo, verlo, abrazarlo, pero no…ahora mismo ella estaba frente a la taquilla, pidió cambiar el boleto y postergar el viaje una hora más tarde, sabía que estaría muy justa de tiempo, pero tomaba ese riesgo, quería esperar lo más que pudiera, hasta el último minuto. Seguía al pendiente, con la mirada puesta en su teléfono.

En ese momento, con la soledad como compañía, sentada en la butaca de la central camionera semi vacía, esperando la peor de las noticias, con toda la oscuridad de la noche cargada en su pecho, con un profundo dolor y una angustia terrible, juntó sus manos, cerró sus ojos y empezó a orar. <Señor escúchame por favor, soy tu hija, estoy angustiada, no sé qué hacer, no sé qué hacer con mi hijo, no sé de él, te ruego Señor, lo protejas, lo cuides, lo pongo en tus manos, cuídalo. Él también es tu hijo, me lo diste para cuidarlo, ya no sé como hacerlo, escúchame por favor> - Amelia continúo orando por unos momentos y finalizó implorando <solo te pido una señal Señor, por favor, una señal que me consuele, me diga que me has escuchado> Se quedó un rato en silencio, respirando profundo, en su misma posición. Poco a poco abrió los ojos y fue levantando su vista y ahí frente a ella entre las dos butacas delanteras empezó a reconocer la figura de una pequeña cruz. Una cruz colgando, ese pequeño crucifico estaba atado junto a las cuentas de un Rosario. Amelia se acercó para tomar el relicario entre sus manos e ir desatorando todas y cada una de las rosas de plata que simbolizaban un Ave María. Un Rosario hermoso y brillante había llegado a sus manos. Ahí estaba la respuesta. Un oasis en medio del desierto, una luz en medio de la oscuridad

Amelia había escuchado que la Virgen María intercede ante Dios por sus hijos, esa noche, ella experimentó la señal de que Dios le enviaba a su Madre para que la acompañara y consolara y para decirle que ella estaba ahí, que su hijo estaría protegido, que nada malo le ocurriría, que tuviera la certeza que todo iba a ir bien. Amelia repetía sin cesar Gracias Dios, Gracias María Reina del cielo y tierra. Gracias. En ese momento entró el mensaje en su teléfono: “Ernesto ya está en casa, me pide que te envíe un abrazo, siente mucho no haberte visto durante todo el fin de semana” Ella respondió “Dile que es un hijo bendecido, los amo”

Parte del traslado a la Ciudad de México, la pasó Amelia con ese peculiar Rosario entre las manos, lo vio con mucho detalle, observó cada una de las rosas en miniatura, las pequeñas iglesias que simbolizaban el rezo del padrenuestro y la cruz al final. Besó con ternura ese bendito rosario. Rezó con mucha fe y devoción, repitiendo constantemente: gracias, gracias, hasta que poco a poco el sueño la fue venciendo. Despertó con los primeros rayos del sol que anunciaban que estaba cerca su destino.

Oportunamente, con mucha seguridad, tranquilidad y entusiasmo presentó con éxito el trabajo; las aportaciones que ella expuso fueron muy valiosas, reconocidas e implementadas. Cumplió dignamente la representación de todos sus compañeros, cumplió cabalmente y cumplió muy bien. Horas mas tarde habló por teléfono con Ernesto, fue una plática larga, en la que no hubo gritos ni reclamos, solo una escucha comprensiva y armoniosa, que les recordó a ambos el estrecho vínculo amoroso que los unía.

El rosario lo mantuvo con ella por muchos años, hasta el día en que se enteró que una madre estaba desesperada porque su hijo adolescente estaba en serios y graves problemas de salud debido a la bulimia. Entregó el Rosario diciendo “Este es una signo de un vínculo de amor, es una prueba del inmenso cariño que tiene una Madre por sus hijos, reza el rosario a la Virgen, con una gran fe. Tu hijo, ten la certeza, estará bien. Cuando todo esto pase, sigue rezando el rosario a la virgen y entrega éste, a la madre de un o una adolescente en problemas que, como nosotras, necesite compañía y consuelo que le de paz a su corazón”.

Por supuesto que el hijo recuperó la salud y ese rosario sigue su andar. Amelia ya hace tiempo, le perdió la pista.

Doce años después, ella sigue trabajando con gusto y satisfacción. Reza el rosario periódicamente, con la paz, confianza y fe que una Virgen Peregrina inspira. Ernesto es ahora un músico profesional y un padre de familia.





*América Ruiz es animadora de AMSIF, coordinadora del Centro Maravillas. Coordinadora de estudios del Regional San Luis Potosí

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