La alegría siempre nueva de llamar a Dios: “Padre”.

“En el trato y comunicación con Dios –decía el beato Juan de Palafox– toda dificultad consiste en los principios que, después de gustado, fácilmente corremos tras el rastro de su olor, hallando toda dulzura y suavidad”.
Así lo vemos en Jesús; a través de la oración se comunica con el Padre. Deja que lo quiera, que lo abrace, que lo apapache, que lo escuche, que le hable, que lo consuele, que lo ilumine, que lo fortalezca, que lo guíe, que lo ayude y que lo acompañe hasta la meta. Y esa íntima unión la refleja viviendo tan plenamente, que uno de sus discípulos, admirado, le pide: “Señor, enséñanos a orar”.

También nosotros se lo pedimos, porque necesitamos de un amor incondicional e infinito que nos llene totalmente y que haga nuestra vida plena y eterna; un amor que nos conozca, que nos comprenda, que nos quiera como somos, que nos haga mejores, que nos consuele, que le dé sentido a todo, que nos saque adelante y que nos lleve a la meta.
Jesús lo sabe. Por eso, invitándonos a experimentar la grandeza del amor divino, nos enseña a llamar a Dios “Padre”. Porque él, creador de todo, a pesar de que le fallamos, envió a su Hijo para liberarnos del pecado, injertarnos a él, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz.