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La alegría siempre nueva de llamar a Dios: “Padre”.




“En el trato y comunicación con Dios –decía el beato Juan de Palafox– toda dificultad consiste en los principios que, después de gustado, fácilmente corremos tras el rastro de su olor, hallando toda dulzura y suavidad”.

Así lo vemos en Jesús; a través de la oración se comunica con el Padre. Deja que lo quiera, que lo abrace, que lo apapache, que lo escuche, que le hable, que lo consuele, que lo ilumine, que lo fortalezca, que lo guíe, que lo ayude y que lo acompañe hasta la meta. Y esa íntima unión la refleja viviendo tan plenamente, que uno de sus discípulos, admirado, le pide: “Señor, enséñanos a orar”.



También nosotros se lo pedimos, porque necesitamos de un amor incondicional e infinito que nos llene totalmente y que haga nuestra vida plena y eterna; un amor que nos conozca, que nos comprenda, que nos quiera como somos, que nos haga mejores, que nos consuele, que le dé sentido a todo, que nos saque adelante y que nos lleve a la meta.

Jesús lo sabe. Por eso, invitándonos a experimentar la grandeza del amor divino, nos enseña a llamar a Dios “Padre”. Porque él, creador de todo, a pesar de que le fallamos, envió a su Hijo para liberarnos del pecado, injertarnos a él, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz.

¡Somos hijos de Dios! Y para vivir conforme a esta dignidad debemos seguir a Jesús, nuestro modelo, que confía en el Padre y hace su voluntad, amando y sirviendo a los demás. Claro que esto cuesta trabajo. Pero el Padre está dispuesto a echarnos la mano.


Por eso Jesús nos enseña a pedirle que su nombre sea santificado, es decir, que nos ayude a reconocerlo y a vivir como pide para que su Reino de amor, verdad, justicia y paz venga a nosotros y al mundo, como explica san Agustín.

Así seremos capaces de descubrir lo que es realmente necesario y pedírselo, comprometiéndonos a trabajar y a poner de nuestra parte para que nadie carezca de ello: alimento, casa, vestido, empleo, educación, justicia, atención sanitaria, seguridad, progreso, amor, y sobre todo, su Palabra y la Eucaristía.

Y entre lo necesario para una vida plena y eterna, está el perdón, que nos levanta y nos ayuda a seguir adelante. Por eso Jesús nos enseña a pedir al Padre que perdone nuestras ofensas, dispuestos a dejarnos liberar de las cadenas del rencor y a entrar en la dinámica del amor, perdonando a los que nos ofenden.

Comprender y vivir el perdón cuesta, como le costó a Jonás, a quien el Papa se refiere como: “un testarudo que quiere enseñar a Dios cómo se deben hacer las cosas”. Aunque con su predicación logró el objetivo de su misión, que la Palabra de Dios llegara al corazón de los ninivitas y cambiaran de vida, librándose así del mal que estaban a punto de acarrearse, Jonás se disgustó porque Dios no envió el castigo que había anunciado.

Por eso, como señala el Papa, después de “la conversión de Nínive, al Señor le tocó hacer «otro trabajo»: la «conversión de Jonás»”. Y para eso le hizo experimentar lo que se siente al perder algo querido. “Tú sientes piedad por esta planta de ricino –le dice el Señor–, por la que no has trabajado ¿Y yo no debería tener piedad de Nínive?” .

Dios ama siempre. Nos ama a todos, a pesar de nuestros pecados. Por eso, así como no abandonó a los ninivitas, ni dejó a Jonás, tampoco nos deja a nosotros, aunque a veces no le entremos a la lógica de su amor. Para que podamos vencer ese obstáculo, Jesús nos enseña a pedir al Padre que no nos deje caer en tentación, la que, en sus diversas formas, tiene siempre un denominador común: desconfiar de él.

Dios es bueno y rico en misericordia con los que lo invocan

Con esta confianza, unidos a Jesús y guiados por su Espíritu, regalémonos la oportunidad de platicar frecuentemente con él, de dejarnos querer y ayudar por él, sintiéndonos hermanos de todos, incluso de los que se portan mal. Así podremos experimentar de verdad la alegría siempre nueva y sin final de llamar a Dios: “Padre”.


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